Estaré contigo siempre


Primero te intuí a nivel reptiliano; un puro instinto palpitando, una
amenaza de recuerdo. Abría los ojos a un espacio inédito y nada, ni
ojos, ni objetos, lograba ubicarme en lugar conocido. Mi escenario no
era más que una habitación vacía con goteros y olor a cloro, y yo un
cuerpo sin nombre y sin posibilidad para el miedo. Después un gesto
tuyo, quizá la manera de llevar tu mano a mi pierna o tu mirada
escrutadora, me despertó la cercanía de tu piel y un arrebato de
proximidad. La certeza del conocimiento y de los años compartidos se
sucedió tras tu grave susurro de "estaré contigo siempre". Pero cuando
las paredes blancas y las mujeres con bata se definieron como
elementos de hospital, entendí de pronto, con emergencia de sesgadas
imágenes, que la amenaza era tu mano, que mi nombre era miedo y que tú
traías solo años de violencia descarnada.



Foto: Grijel Rubio Palazón

Variacion sobre un personaje de DeLillo


Lo contaba todo. Y no hablamos de sinceridad, no, hablamos de enumerar, de cuantificar, de ponderar. Así caminaba yo por el mundo. Y así lo cifraba. Los días eran algo más que tiempo y espacio; los llenaba con pares de ojos, decenas de semáforos, docenas de personas, cientos de insectos, millares de nubes. Hacía mío el mundo enumerando sus elementos: pies, vagones, ruedas, lápices, bicicletas. Primero fueron las niñas de mi clase de párvulos: catorce en total, seis castañas, cuatro morenas, tres rubias y una indefinida que no pelirroja. Después los pasos de las cebras, cinco el de mi casa, diez el de la puerta del colegio. Los coches rojos del garaje, las motos blancas del centro, las camisetas amarillas del parque de atracciones. Después conté tangas en el instituto; en un simple martes conté once negros, tres rojos y cinco de colorines. Y gafas de pasta y zapatillas azules y jerseys de cuello vuelto. Los suspensos. Los semáforos en rojo. Después los errores de Windows, los peldaños del trabajo, los partes diarios y los finiquitos. Más tarde las sillas de ruedas, las embarazadas, los bastones y las muletas. Los perros que cojean, las gaviotas totalmente blancas, los billetes de metro en el suelo, los bizcos y las calabazas. Todo lo contaba. Todo. Hasta que un día te conté a ti y los números cayeron en espiral sobre tu par de ojos y el infinito se cifró sobre tu cuerpo. Tus dos manchas negras atravesando el iris derecho, tu oreja izquierda agujereada por tres veces, tus pecas incontables. Veinte sonrisas en una tarde, dos orgasmos por viernes, los lunares que variaban de número según la precisión de tu esteticien. Pero sobre todo tus pies. No por ser dos porque cualquiera los tiene, sino por sus dedos. Atrás quedaban los diez simplones dedos surgiendo de sandalias y chancletas. Ay, maravillosos e insólitos dedos que, rompiendo todos los moldes, aturdían al aburrido zapato con un sexto meñique izquierdo.