Primeras páginas de "Mensaje cifrado"
Me parece innecesario describir a mi abuelo, porque todo lo que sobre él pudiera decir es, más o menos, lo que cualquier nieto podría decir del padre de su padre. O, como en este caso, del padre de mi madre. Era mi abuelo, y con eso tendría que bastar. Las descripciones están muy bien -no lo negaré- cuando no se ha conocido a la persona que las protagoniza; pero, en caso contrario, sobran.
No obstante, estas páginas serán leídas por muchas personas que no tuvieron la suerte de conocer a Santiago Torres Díaz -que así se llamaba mi abuelo hasta la semana pasada-, así que me esforzaré para que todos lo veáis como una persona real. Con sus rarezas de anciano, con sus arrugas incontables, con sus recuerdos confusos o barajados por la edad y, sobre todo, con su viejísimo tablero de la oca, erosionado en los bordes, con la pintura cuarteada y pidiendo a gritos ir al contenedor de basura. Solo así comprenderéis qué es lo que contienen los dos viejos petates llenos de mugre que escondo debajo de mi cama, y qué infinito desasosiego me corroe el estómago cuando pienso en que debo contar esta historia. No sé si mis padres la entenderán, ni cómo cambiará, cuando la conozcan, la imagen que de mí y del abuelo tienen formada. Tampoco sé si la entenderéis vosotros. Os aseguro que voy a ponerlo todo de mi parte para que así sea, por enigmática que pueda llegar a ser.
Bien, veamos.
Ya os he dicho que mi abuelo se llamaba Santiago Torres Díaz, así que puedo pasar a otra cosa, para no atascarme en menudencias ni repetirme demasiado. Hablaré de su aspecto físico, por ejemplo. Nunca se me ocurrió preguntarle cuánto medía -nadie le pregunta una idiotez así a su abuelo, ni a sus padres, ni a su mejor amigo, ni a su chica-, pero creo que andaba por el metro setenta y cinco, centímetro arriba, centímetro abajo. Él, con una coquetería inusual en un hombre de ochenta y siete años, solía presumir de metro ochenta y tres. Pero la medición me parece optimista y muy dudosa. Papá, en cuya cartilla militar lo situaban en el metro setenta y cinco, era clavadito a él cuando ambos estaban de pie. Así que me parece que podríamos adjudicarle esa estatura. Todo lo demás sería exagerar.
¿Peso? Bah, ahí sí que me rindo. Jamás he sabido hacer cálculos de ese tipo. Y todavía recuerdo con vergüenza la última vez que cometí la osadía de aventurar un número en relación con ese tema. Fue con mi novia -desde entonces ex novia- Beatriz y me costó un bofetón de los que hacen época. Mejor dejamos el tema. A mi abuelo, como no se le veía gordo ni flaco, yo diría que podríamos echarle unos sesenta y ocho kilos, más o menos. Pero no me pidáis más exactitud. Recordemos que fui su nieto, no su báscula. Bastante hago con dar una cifra aproximada.
¿Arrugas? Todas las del mundo. Pero, curiosamente, no las tenía en torno a los ojos, ni en la frente, sino apelotonadas en el cuello, en una triple o cuádruple papada de pellejos grises, como si durante su juventud hubiera tenido el rostro de un luchador de sumo, y la vejez le hubiera arrebatado toda la carne, dejándole tan solo el envoltorio de piel. Creo que me explico. Mi padre murmuró una vez entre dientes -después de una discusión de lo más absurda- que el abuelo parecía un rinoceronte fofo, y aunque me duele que lo dijese con gesto agrio, la verdad es que lo clavó. Las manos, curiosamente, no estaban surcadas por demasiadas arrugas; pero las tenía llenas de unas manchitas cuyo color oscilaba entre el café con leche y el azabache. Papá me dijo una vez que aquello era vitíligo, y yo puse cara de admiración y gestos de creérmelo, porque papá, aunque no ha estudiado medicina, es un fervoroso lector de revistas científicas. Pero cuando traté de comprobarlo unos meses después en internet, me convencí de que aquello tenía toda la pinta de ser un error: las manchas que salían fotografiadas en la página web no eran ni siquiera parecidas a las de las manos de mi abuelo.
¿Pelo? Pues ni mucho ni poco. Por la parte de arriba estaba completamente calvo, pero luego tenía una especie de aureola que le rodeaba el cráneo, uniendo la parte superior de las orejas, y que se desmoronaba sin gracia hacia el cuello. Donde sí tenía mucho era en las orejas y en los orificios de la nariz, una cosa increíble. Los de la nariz se le notaban menos, porque se juntaban con el bigote y, si no te fijabas con demasiada intensidad, incluso podían pasar inadvertidos. Pero los de las orejas eran una cosa mala. Unos pelos como juncos, tiesos, destartalados, indómitos, que lo mismo se erguían airosamente que se dejaban caer como restos de algas hacia los lóbulos. Y en cuanto a los de las manos, para qué os voy a contar. No he visto a nadie que tuviera tantos pelos en los nudillos como mi abuelo. Pero estos sí que tenían gracia: eran grises y suaves, y los cortaba con la misma regularidad y el mismo cuidado que las uñas.
A ver, no sé. ¿Más detalles?
Los zapatos. Le encantaba pasar un trapo sobre ellos, con crema abrillantadora o sin nada. Daba igual. El caso era frotarlos, mantenerlos impolutos. Decía que bastante grasa había tenido que soportar en el taller durante su vida laboral, y bastante polvo en la cárcel durante su juventud, para no permitirse ahora el lujo de creerse un señor. Y que un auténtico señor empezaba por los zapatos.
-¿A que no sabes por qué los ricos han llevado siempre los zapatos tan relucientes? -me indicaba, con un dedo frente a mi nariz-. Pues porque iban a caballo, Santi (mi abuelo no comenzó a llamarme Santiago hasta que cumplí los doce, un día que le puse mala cara porque me llamó Santi y me revolvió el pelo delante de mis amigos). En eso se distinguían de los simples zarrapastrosos. Ellos no se ensuciaban con la tierra de los caminos, ni con el barro de los marjales. Si quieres ser un señor, has de cuidar tus zapatos. Los zapatos son el reflejo del alma.
-¿Y tú eres un señor, abuelo? -le preguntaba yo, con toda la ingenuidad de mis nueve años.
Mi abuelo afirmaba tajante con la cabeza.
-Eso lo puedes jurar. Todos los que hemos sobrevivido a la guerra sin matar a nadie somos señores, Santi. Nos hemos ganado el derecho a que se nos considere así.
Cuando mi abuelo hablaba de 'la guerra' siempre se refería a la Guerra Civil de 1936, pero de eso hablaré más tarde.
Bueno, no, pensándolo mejor voy a hablar ahora, porque me da la impresión de que este preámbulo está saliendo un poquito largo, y lo que yo quiero es centrarme en lo que me ha sucedido en los últimos días. Si me entretengo demasiado contándoos la forma en que mi abuelo vestía, el equipo de fútbol al que dirigía sus preferencias, o la comida que menos acidez le procuraba, lo mismo os ponéis todos a bostezar, me mandáis al cuerno, y entonces os quedaríais sin conocer el misterio que quiero compartir. Y tampoco es plan. Así que voy a hacer un esfuerzo y voy a tratar de condensar la vida de mi abuelo en unas pocas páginas. Os aseguro que es totalmente necesario para entender la historia hasta sus últimas consecuencias.
Veamos.
Mi abuelo nació en 1916, en un pequeño pueblecito de Toledo que se llama Canila. Por lo que él me contaba, allí no había demasiadas cosas que merecieran la pena: unas pocas cabras, cuatro árboles mal puestos, un río escuchimizado llamado Riansares y quinientas personas sin más horizonte que pasar penurias, tener hijos, cavar su palmo de tierra y cerrar los ojos con resignación cuando Dios tuviera a bien llamarlos. Los inviernos siempre venían después de los otoños, y el sol se ocultaba al anochecer. O sea, lo normal.
Mi bisabuelo, que se llamaba Carlos, podría haber sido un hombre con inquietudes, de esos que quieren para sus descendientes un futuro más apetecible y menos cuesta arriba que el suyo, pero la verdad es que no lo era; así que desde el principio se opuso a que su hijo estudiara porque, según su peculiar dictamen, 'para esparcir semillas no hace falta saberse el Catón'.
-¿Y qué es el Catón? -le preguntaba mi abuelo a su padre (y yo a mi abuelo).
-Un libro para señoritos con las manos suaves -le respondía mi bisabuelo.
-Un libro para aprender -me respondía mi abuelo.
Obviamente, ni con la primera ni con la segunda explicación me podía yo enterar del asunto, así que un día me metí en un buscador, pinché la palabra 'Catón', me salieron 749.000 entradas -y aún hay quien dice que los ordenadores facilitan el trabajo de los estudiantes- y, tras seis o siete intentos donde solo se me hablaba de un legislador romano del siglo II a. C., de una empresa de informática que llevaba ese nombre en Inglaterra y de un servicio de limusinas en Maryland (Estados Unidos), descubrí que el Catón fue una especie de libro de lecturas y sentencias que se manejaba en las primeras décadas del siglo XX, con el que mi abuelo hubiera deseado aprender a leer, aunque no le fue posible hacerlo. Añadiré que en una ocasión le pregunté a mi padre si él conocía esa obra, y si la había manejado. Y, aunque tuvo que reconocerme que no, porque en su juventud ya se utilizaban procedimientos más modernos, me mostró un grueso volumen que llevaba por título Enciclopedia autodidáctica, de la editorial catalana Dalmáu Carles, donde lo mismo te enseñaban el orden de los artrópodos que las conjugaciones verbales, las obras de Quevedo, la lista de los reyes de España o la forma de calcular la capacidad de un barril. O sea, algo así como internet, pero en plan rudimentario.
-Y entonces, ¿cuándo aprendiste a leer? Porque tú sabes leer, que yo te he visto -solía interrogarle yo, mucho más niño.
-En los descansos del entrenamiento -me contestaba.
La primera vez que me lo dijo, me quedé con las ganas de seguir preguntándole. ¿El entrenamiento? ¿Cómo que el entrenamiento? ¿Qué entrenamiento? ¿Acaso es que había practicado algún deporte durante su juventud? Menudas sorpresitas que guardaba el abuelo. Pero viendo el rostro que ponía y la sombra amarga que invadía sus facciones, comprendí que era mejor dejar el tema, y esperar que las aclaraciones me vinieran por otro lado.
-Se refiere al entrenamiento que le dieron en el año 36, cuando lo llamaron a filas -a mi madre hay que pillarla en sus buenos momentos para preguntarle; pero cuando los tiene, se vacía como una bañera y te lo cuenta todo.
-No sabía que el abuelo hubiera luchado de verdad en la Guerra Civil. Creí que era otra de sus batallitas.
Su rostro se endureció.
-No, no es otra de sus batallitas. Además, él no luchó en esa guerra imbécil. Lo obligaron a luchar, Santiago. Que no es lo mismo.
-Bueno, eso quería decir. Pero cuando empezó la guerra, el abuelo tendría...
-Veinte años.
-Veinte años, sí -corroboré yo, con absoluta ingenuidad, como si la lógica tuviera algo que ver en la aritmética de la guerra.
-Edad suficiente. A otros se los llevaron más jóvenes. Y no lo contaron.
Supe entonces que me tocaba callarme, y lo hice.
7 comentarios:
Enhorabuena, Marta. Este fin de semana estuve en la feria del libro, y creo que en unos años te veo con Gala, Ian Gibson y otros... je, je.
¡Pero si yo ya he estado con Gala! En serio; estuve firmando en la feria el domingo 3 de junio a la misma hora que el gran Juan Manuel de Prada, Luis Leante y Antonio Gala. ¿La diferencia? Que ellos tenían colas que provocaban atascos y a mí sólo se me acercaban niños despistados. Eso sí, la experiencia fue maravillosa. La espontaneidad de los chicos de 10-14 años es cuanto menos divertida. Ah, y luego descubrí que mi bien admirado Benjamín Prado también se aburría en una caseta.
Una buena novela, de las que te llevan de la mano, huye de las etiquetas, lo bueno de "Mensaje cifrado" es que no es sólo para jóvenes, sino para todos aquellos que disfrutamos con la buena literatura. Enhorabuena y besos Marta
Me ha encantado, pero no esperaba menos (vengo aquí a través de Sarah-Saffron que ya me había hablado maravillas).
Pienso recomendársela a mis alumnos como lectura veraniega, estoy seguro de que les gustará.
(si no te importa, te enlazo en mi blog, no quiero perderme las entradas ;))
Felicidades, Marta.
Me ha sorprendido el juego constante entre aspectos del relato, de caracter "serio", y grave como la muerte (la muerte del abuelo, etc.), y las divertidas notas de humor. Todo ello, entretejido como la vida misma, (drama y comedia constantes), con un lenguaje muy rico en matices, aparentemente sencillo, como suele ser la buena literatura. Jose.
Te gusta Maurice Leblanc? conoces a Gaston Leroux? si te apasiona Lupin puedes (si quieres, claro) sumergirte en "El misterio del cuarto amarillo" y "El perfume de la dama de negro" (segunda parte del primero). En ellos encontrarás un personaje como Lupin pero llevado al extremo. Aunque solo sabrás quien es al final del primero. No son novelas precisamente actuales, el autor es aproximadamente coetáneo a Leblanc, y como Lupin, su personaje Joseph Rouletabille es muy conocido en Francia pero casi nada en España. Para más reseña: igual lo conoces por ser el autor de "El fantasma de la Opera". Creo que te gustarán, son mis favoritos de toda la vida. El primero lo tengo en una editorial de cuando iba al colegio "ANAYA" o "Tus libros", pero los siguientes los encontré, o mejor dicho, me los encontraron en una editorial catalana "Abraxas". Esta última es más de adulto y me consta que el "Misterio de..." también está aquí. Un saludo de tu primo P desde el planeta Yec.
A ver, a ver que ya se están edulcorando tanto estos comentarios que vamos a pegar un reventón de diabetes.
Srta. Zafrilla enhorabuena. La novela no está mal, nada mal. Mi parte favorita, cuando revienta el abuelito sacrílego y ludópata. Junto al de Heidi y el de los Werthers Originals tres decrépitos a extinguir. Y no le quepa duda, el motivo por el cual robó tanta quincalla eclesiástica fue para fundírselo en el bingo (lo de la oca nada más que era una excusa para disimular el tiempo).
Por cierto, que si unimos la pasión de Santiago por los bocadillos de salchichón con sobrasada con la receta del cuscús al aroma de la lenteja, me da que se arrima usted peligrosamente a la carta de postres del Bulli.
El libro se lo recomendaría a mis alumnos, pero desgraciadamente se encuentran en un estadio evolutivo entre la ameba y el platelminto, por lo que de lectura comprensiva ni hablamos.
Reitero mi enhorabuena y siga escribiendo. Es usted mi mejor alternativa al alcohol.
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