Anoche asistí a un concierto de promoción del nuevo disco de Los Marañones, “Extraña familia”, álbum redondo con “guiños a los Kinks, el music hall y la psicodelia”. Los ya legendarios marañones suenan mejor que nunca, con un directo que han perfeccionado en sus casi 20 años de escenarios bajo los pies. Completa el sonido de Pedrín, Román y Bañón (me encanta su voz rota) el hammond de Carlos Campoy que ya conocíamos por su colaboración con Ferroblues. Si no los conocéis os recomiendo una visita a su web donde además de ver su trayectoria podréis escuchar versiones y bajaros acordes y letras. globalia.net/donlope/
Hoy os quiero hablar de una página donde podéis encontrar los inventos más variopintos: una trituradora de papel a tracción animal (un hamster que cuando gira su rueda trocea papel), cerveza para niños, gemelos con forma de huevo frito, portátiles de Hello Ketty… Se llama “No puedo creer que lo hayan inventado” (http://www.nopuedocreer.com/). Los inventos están clasificados (niños, Star wars, robótica…) y os podéis encontrar de todo, desde localizadores de peces a camisetas ecualizadoras (que aún no he llegado a entender).
Gracias a esta página he conocido otra donde dos franceses hacen montajes de gente besándose a sí misma. Así de primeras puede parecer algo ombliguista pero obtienen bellos resultados. Y la pregunta entonces es: ¿y tú cómo te besarías?
Adoro este juego. Es el juego más poético que conozco. No es de extrañar porque en general me gustan todos los juegos de mesa, pero es que encima se me da bien...
El intelect (o scrable) me recuerda a ese momento de trazos transparentes cuando rebuscamos entre las neuronas una palabra por su sonoridad o un nombre que almacenamos en los discos duros caducados de la memoria. Se recolocan las fichas y van saliendo nuevos entes, nuevos significados, nuevos mundos. Una letra sobre otra, una ele saltando una a, una eme montando a una o...
Hoy andaba por una tienda gigante de juguetes (cuyo nombre no diré) intentando malabares con pelotas de Nemo, tocando todos los botones que conectaran cancioncillas chirriantes, babeando ante los legos y explorando casitas de madera. Pero no sé porqué os cuento todo esto si lo que yo quería no era deciros que he encontrado esos patines de los Lunnys que van a volver loca a mi sobrina Mari Carmen, no, lo que yo os quería contar era lo del scrable. HE ENCONTRADO UN SCRABLE EN EUSKERA.
Como estáis leyendo: un intelect para jugar en euskera. Lo extraño es que estaba ahí sonriendo lleno de "kas" en una tienda de Murcia. Y qué queréis que os diga, no sé si es que falté a esa clase de mkt pero me da a mí que resulta una distribución algo extraña para un juego tan localizado. ¿Cómo lo veis? Cuidado que no me meto con el juego sino con la distribución. (Aquí aprovecho para saludar a Ion, Maider, Gorka, Ibón...)
En fin, amigos. Sólo era contaros lo del Euskrable, con k incluida.
En fin, que ya sabéis lo que os toca regalarme para mi próximo cumpleaños: un euskarbel y un feliz sorionak.
Además de los elegíacos compases y los cielos rasgados de Famous blue raincoat, Suzanne, So long Marianne o la interpretación de Pequeño vals vienés de Lorca; Leonard Cohen nos lega además de novelas bastantes libros de poemas. De estos últimos además de las antologías que he podido encontrar en París Valencia puedo hablaros de "El libro del anhelo", regalo reciente de mis padres. Si os gusta Cohen os gustarán sus poemas por tanto no os entretengo más y paso a transcribiros un poema del libro:
Miles Entre los miles que son conocidos, o que quieren ser conocidos como poetas, quizá uno o dos sean auténticos y el resto son impostores, rondando por los recintos sagrados tratando de parecer genuinos. No hace falta decir que yo soy uno de los impostores, y ésta es mi historia.
Intentando incluir un vídeo al blog acabé borrando la primera entrada donde aparecía el texto "Nunca aprendí a silbar" que da nombre al blog. Se trata de un poema aparecido en mi libro "Toma sostenida" (Editora Regional, 2005) al que tengo especial cariño. En aquella entrada explicaba también que con este blog no pretendo obligar a los amigos a visitarme cada día. Este blog nace con la curiosidad de conocer el medio blogero, y quién sabe, quizá acabe utilizándolo para algún experimento literario...
Nunca aprendí a silbar.
Cómo concebir entonces las aceras desiertas bajo el sol de la tarde.
Construir la melodía instantánea convoca un laberinto de soplos sin sonido cuando no hay labios con que nombrar el lejano atisbo de musical respuesta a la vida.
No hallar la nota precisa hiere la luz. Tropezar con el viento en los labios delimita los sueños.
Murcia. Verano de 2007. 14:28 del mediodía. Llego a casa y a pesar del calor me apetece un buen plato de lentejas. Preparo zanahorias, patatas, choricito, cebollita, laurel y especias varias en una olla. Cuando empieza a hervir descubro que tenía que haber comprado antes lentejas. ¿Y qué hago ahora? Al fondo de un armario entre latas de atún y una harina de maíz regalo de Mihaela dislumbro una bolsa de cuscús. Cojonudo. Añado cúrcuma y comino y comida arreglada. Ya en la mesa Ru pregunta: "¿Cuscús con patatas? Mmmm... Está rico." Por suerte he borrado antes de su plato las huellas de laurel. Un post-it en el frigorífico queda como única prueba del crimen: "Compra lentejas".
Tengo por fin en casa la película "Mi vida sin mí", extraordinaria obra de Isabel Coixet que me deshizo en lágrimas y me erizó el alma en su momento (se estrenó en 2002). Con una fotografía susurrante, un guión exacto y unas interpretaciones geniales (geniales las niñas, genial Anna Polley, genial María de Medeiros, bellísima Watling), el largo logra una atmósfera fascinante gracias a la siempre bien escogida banda sonora (ésta es de Alfonso de Vilallonga), que como todas las bandas sonoras de Coixet enmarcan con la cadencia exacta los momentos fílmicos. Me he dado cuenta además de que comparto con Isabel gustos musicales pues gracias a ella he descubierto a Leslie Feist y Amy Winehouse, entre otros, y porque me dio un vuelco el corazón cuando descubrí la hechizante voz del gran Antony en "La vida secreta de las palabras". Espero que cuando pueda encontrar "Invisibles", su último largo que según la sinopsis en un documental impregnado de melancolía, encuentre la belleza de imágenes a la que Coixet nos tiene acostumbrados.
No sé si les habrá pasado a ustedes pero hay ciertas prosas que agarran por dentro y arrastran frase a frase hasta hacerte caer en picado sobre el latido que subyace en sus historias. Algo parecido, o más bien esto pero de forma exagerada, es lo que sucede con Miguel Sánchez Robles, autor de cuento, novela y poesía repudiado por los círculos provincianos por cazapremios y admirado por lo jurados de toda España gracias a sus metáforas cotidianas, a su análisis rotundo de la vida y la saña residual de la sociedad que desvela con miradas nuevas en cada obra. ¿Que todos sus personajes son perdedores? ¿Que todos están hartos de comprobar que el momento más emocionante de la semana es ver el Gran Prix? ¿Y qué? A mí me vale con leer sus adjetivos fluorescentes, su mirada sobre los espejos rotos de la rutina, los instantes comunes del tedio y la desesperanza escritos desde la rabia dulce de quien sabe mirar el mundo. Pero lejos de encontrar sólo el vuelco del estómago, el lector acaba apreciando que la mirada de Miguel no sólo lapida, ayuda a mirar el día a día con ansia, a destripar los dados del márketing con ojos insatisfechos, a revelar las instantáneas diarias con voluntad interrogante. Con el caravaqueño Miguel desciframos la belleza de las salas de espera, los interminables viajes de autobús y las telas gastadas. Miguel nos señala el orín del callejón como vínculo del recuerdo y destapa los relojes del tiempo que va amontonando frustraciones en los ojos. Terminaré este párrafo que odia los puntos y aparte (como los textos de Miguel) prescribiendo como los vendedores de detergentes la recopilación "Tantos ángeles rotos" (Ediciones Gollarín, 2006), para quien quiera lavarse las legañas de la conciencia y remover los colores de la metáfora y "La tristeza del barro", novela-poema publicada hace siete años y que no tiene nada que envidiar a la gran "Mortal y rosa", que no sé la razón por la que mi mente la compara.
Me parece innecesario describir a mi abuelo, porque todo lo que sobre él pudiera decir es, más o menos, lo que cualquier nieto podría decir del padre de su padre. O, como en este caso, del padre de mi madre. Era mi abuelo, y con eso tendría que bastar. Las descripciones están muy bien -no lo negaré- cuando no se ha conocido a la persona que las protagoniza; pero, en caso contrario, sobran.
No obstante, estas páginas serán leídas por muchas personas que no tuvieron la suerte de conocer a Santiago Torres Díaz -que así se llamaba mi abuelo hasta la semana pasada-, así que me esforzaré para que todos lo veáis como una persona real. Con sus rarezas de anciano, con sus arrugas incontables, con sus recuerdos confusos o barajados por la edad y, sobre todo, con su viejísimo tablero de la oca, erosionado en los bordes, con la pintura cuarteada y pidiendo a gritos ir al contenedor de basura. Solo así comprenderéis qué es lo que contienen los dos viejos petates llenos de mugre que escondo debajo de mi cama, y qué infinito desasosiego me corroe el estómago cuando pienso en que debo contar esta historia. No sé si mis padres la entenderán, ni cómo cambiará, cuando la conozcan, la imagen que de mí y del abuelo tienen formada. Tampoco sé si la entenderéis vosotros. Os aseguro que voy a ponerlo todo de mi parte para que así sea, por enigmática que pueda llegar a ser. Bien, veamos. Ya os he dicho que mi abuelo se llamaba Santiago Torres Díaz, así que puedo pasar a otra cosa, para no atascarme en menudencias ni repetirme demasiado. Hablaré de su aspecto físico, por ejemplo. Nunca se me ocurrió preguntarle cuánto medía -nadie le pregunta una idiotez así a su abuelo, ni a sus padres, ni a su mejor amigo, ni a su chica-, pero creo que andaba por el metro setenta y cinco, centímetro arriba, centímetro abajo. Él, con una coquetería inusual en un hombre de ochenta y siete años, solía presumir de metro ochenta y tres. Pero la medición me parece optimista y muy dudosa. Papá, en cuya cartilla militar lo situaban en el metro setenta y cinco, era clavadito a él cuando ambos estaban de pie. Así que me parece que podríamos adjudicarle esa estatura. Todo lo demás sería exagerar. ¿Peso? Bah, ahí sí que me rindo. Jamás he sabido hacer cálculos de ese tipo. Y todavía recuerdo con vergüenza la última vez que cometí la osadía de aventurar un número en relación con ese tema. Fue con mi novia -desde entonces ex novia- Beatriz y me costó un bofetón de los que hacen época. Mejor dejamos el tema. A mi abuelo, como no se le veía gordo ni flaco, yo diría que podríamos echarle unos sesenta y ocho kilos, más o menos. Pero no me pidáis más exactitud. Recordemos que fui su nieto, no su báscula. Bastante hago con dar una cifra aproximada. ¿Arrugas? Todas las del mundo. Pero, curiosamente, no las tenía en torno a los ojos, ni en la frente, sino apelotonadas en el cuello, en una triple o cuádruple papada de pellejos grises, como si durante su juventud hubiera tenido el rostro de un luchador de sumo, y la vejez le hubiera arrebatado toda la carne, dejándole tan solo el envoltorio de piel. Creo que me explico. Mi padre murmuró una vez entre dientes -después de una discusión de lo más absurda- que el abuelo parecía un rinoceronte fofo, y aunque me duele que lo dijese con gesto agrio, la verdad es que lo clavó. Las manos, curiosamente, no estaban surcadas por demasiadas arrugas; pero las tenía llenas de unas manchitas cuyo color oscilaba entre el café con leche y el azabache. Papá me dijo una vez que aquello era vitíligo, y yo puse cara de admiración y gestos de creérmelo, porque papá, aunque no ha estudiado medicina, es un fervoroso lector de revistas científicas. Pero cuando traté de comprobarlo unos meses después en internet, me convencí de que aquello tenía toda la pinta de ser un error: las manchas que salían fotografiadas en la página web no eran ni siquiera parecidas a las de las manos de mi abuelo. ¿Pelo? Pues ni mucho ni poco. Por la parte de arriba estaba completamente calvo, pero luego tenía una especie de aureola que le rodeaba el cráneo, uniendo la parte superior de las orejas, y que se desmoronaba sin gracia hacia el cuello. Donde sí tenía mucho era en las orejas y en los orificios de la nariz, una cosa increíble. Los de la nariz se le notaban menos, porque se juntaban con el bigote y, si no te fijabas con demasiada intensidad, incluso podían pasar inadvertidos. Pero los de las orejas eran una cosa mala. Unos pelos como juncos, tiesos, destartalados, indómitos, que lo mismo se erguían airosamente que se dejaban caer como restos de algas hacia los lóbulos. Y en cuanto a los de las manos, para qué os voy a contar. No he visto a nadie que tuviera tantos pelos en los nudillos como mi abuelo. Pero estos sí que tenían gracia: eran grises y suaves, y los cortaba con la misma regularidad y el mismo cuidado que las uñas. A ver, no sé. ¿Más detalles? Los zapatos. Le encantaba pasar un trapo sobre ellos, con crema abrillantadora o sin nada. Daba igual. El caso era frotarlos, mantenerlos impolutos. Decía que bastante grasa había tenido que soportar en el taller durante su vida laboral, y bastante polvo en la cárcel durante su juventud, para no permitirse ahora el lujo de creerse un señor. Y que un auténtico señor empezaba por los zapatos.
-¿A que no sabes por qué los ricos han llevado siempre los zapatos tan relucientes? -me indicaba, con un dedo frente a mi nariz-. Pues porque iban a caballo, Santi (mi abuelo no comenzó a llamarme Santiago hasta que cumplí los doce, un día que le puse mala cara porque me llamó Santi y me revolvió el pelo delante de mis amigos). En eso se distinguían de los simples zarrapastrosos. Ellos no se ensuciaban con la tierra de los caminos, ni con el barro de los marjales. Si quieres ser un señor, has de cuidar tus zapatos. Los zapatos son el reflejo del alma. -¿Y tú eres un señor, abuelo? -le preguntaba yo, con toda la ingenuidad de mis nueve años. Mi abuelo afirmaba tajante con la cabeza. -Eso lo puedes jurar. Todos los que hemos sobrevivido a la guerra sin matar a nadie somos señores, Santi. Nos hemos ganado el derecho a que se nos considere así. Cuando mi abuelo hablaba de 'la guerra' siempre se refería a la Guerra Civil de 1936, pero de eso hablaré más tarde.
Bueno, no, pensándolo mejor voy a hablar ahora, porque me da la impresión de que este preámbulo está saliendo un poquito largo, y lo que yo quiero es centrarme en lo que me ha sucedido en los últimos días. Si me entretengo demasiado contándoos la forma en que mi abuelo vestía, el equipo de fútbol al que dirigía sus preferencias, o la comida que menos acidez le procuraba, lo mismo os ponéis todos a bostezar, me mandáis al cuerno, y entonces os quedaríais sin conocer el misterio que quiero compartir. Y tampoco es plan. Así que voy a hacer un esfuerzo y voy a tratar de condensar la vida de mi abuelo en unas pocas páginas. Os aseguro que es totalmente necesario para entender la historia hasta sus últimas consecuencias. Veamos.
Mi abuelo nació en 1916, en un pequeño pueblecito de Toledo que se llama Canila. Por lo que él me contaba, allí no había demasiadas cosas que merecieran la pena: unas pocas cabras, cuatro árboles mal puestos, un río escuchimizado llamado Riansares y quinientas personas sin más horizonte que pasar penurias, tener hijos, cavar su palmo de tierra y cerrar los ojos con resignación cuando Dios tuviera a bien llamarlos. Los inviernos siempre venían después de los otoños, y el sol se ocultaba al anochecer. O sea, lo normal. Mi bisabuelo, que se llamaba Carlos, podría haber sido un hombre con inquietudes, de esos que quieren para sus descendientes un futuro más apetecible y menos cuesta arriba que el suyo, pero la verdad es que no lo era; así que desde el principio se opuso a que su hijo estudiara porque, según su peculiar dictamen, 'para esparcir semillas no hace falta saberse el Catón'. -¿Y qué es el Catón? -le preguntaba mi abuelo a su padre (y yo a mi abuelo). -Un libro para señoritos con las manos suaves -le respondía mi bisabuelo. -Un libro para aprender -me respondía mi abuelo.
Obviamente, ni con la primera ni con la segunda explicación me podía yo enterar del asunto, así que un día me metí en un buscador, pinché la palabra 'Catón', me salieron 749.000 entradas -y aún hay quien dice que los ordenadores facilitan el trabajo de los estudiantes- y, tras seis o siete intentos donde solo se me hablaba de un legislador romano del siglo II a. C., de una empresa de informática que llevaba ese nombre en Inglaterra y de un servicio de limusinas en Maryland (Estados Unidos), descubrí que el Catón fue una especie de libro de lecturas y sentencias que se manejaba en las primeras décadas del siglo XX, con el que mi abuelo hubiera deseado aprender a leer, aunque no le fue posible hacerlo. Añadiré que en una ocasión le pregunté a mi padre si él conocía esa obra, y si la había manejado. Y, aunque tuvo que reconocerme que no, porque en su juventud ya se utilizaban procedimientos más modernos, me mostró un grueso volumen que llevaba por título Enciclopedia autodidáctica, de la editorial catalana Dalmáu Carles, donde lo mismo te enseñaban el orden de los artrópodos que las conjugaciones verbales, las obras de Quevedo, la lista de los reyes de España o la forma de calcular la capacidad de un barril. O sea, algo así como internet, pero en plan rudimentario.
-Y entonces, ¿cuándo aprendiste a leer? Porque tú sabes leer, que yo te he visto -solía interrogarle yo, mucho más niño. -En los descansos del entrenamiento -me contestaba.
La primera vez que me lo dijo, me quedé con las ganas de seguir preguntándole. ¿El entrenamiento? ¿Cómo que el entrenamiento? ¿Qué entrenamiento? ¿Acaso es que había practicado algún deporte durante su juventud? Menudas sorpresitas que guardaba el abuelo. Pero viendo el rostro que ponía y la sombra amarga que invadía sus facciones, comprendí que era mejor dejar el tema, y esperar que las aclaraciones me vinieran por otro lado.
-Se refiere al entrenamiento que le dieron en el año 36, cuando lo llamaron a filas -a mi madre hay que pillarla en sus buenos momentos para preguntarle; pero cuando los tiene, se vacía como una bañera y te lo cuenta todo. -No sabía que el abuelo hubiera luchado de verdad en la Guerra Civil. Creí que era otra de sus batallitas. Su rostro se endureció. -No, no es otra de sus batallitas. Además, él no luchó en esa guerra imbécil. Lo obligaron a luchar, Santiago. Que no es lo mismo. -Bueno, eso quería decir. Pero cuando empezó la guerra, el abuelo tendría... -Veinte años. -Veinte años, sí -corroboré yo, con absoluta ingenuidad, como si la lógica tuviera algo que ver en la aritmética de la guerra. -Edad suficiente. A otros se los llevaron más jóvenes. Y no lo contaron. Supe entonces que me tocaba callarme, y lo hice.
"Conmigo no tienes que fingir. No tienes que decir nada. Si me necesitas, silba. Sabes silbar, ¿no? Sólo tienes que juntar los labios y soplar. Y yo acudiré a tu llamada".
"Y si no pudieras dominar la situación: ¡Dame un silbidito!"